Jorge A. Otálora y la presunción de inocencia
“Si existe algún
conflicto entre el mundo natural y el moral, entre la realidad y la conciencia,
la conciencia debe llevar la razón”.
Henri Frédéric
Amiel (1821-1881), filósofo suizo.
Foto: El Espectador |
Esta columna está inspirada en la insensatez de
quienes piensan que haberle exigido al Defensor del Pueblo, Jorge Armando
Otálora, la dejación del cargo, o haberlo suspendido, como hizo la Procuraduría,
constituye una violación de uno de los principios generales del Derecho en
materia penal: la presunción de inocencia. La presunción de inocencia establece
que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Es decir, en tanto
no haya una investigación de rigor por parte de la Fiscalía o de la
Procuraduría, según se trate de una investigación penal o disciplinaria,
respectivamente, para determinar la inocencia (absolución), la culpabilidad
(condena o sanción) o la no culpabilidad (duda razonable) del acusado.
Al exdefensor, sin embargo, ningún organismo de
control le ha violado su derecho al «debido proceso» (consagrado derecho
fundamental de nuestra Constitución Política) de lo contrario no estaría siendo
investigado antes de ser absuelto o condenado/sancionado. Pero su continuidad
en el cargo no sería, de ningún modo, ético, pues ninguna persona investigada
por abusos cuya protección o defensa su cargo representa, debe ejercerlo. ¿Qué credibilidad
tendría un funcionario público defendiendo derechos que él viola o por
los que está siendo investigado? Se trata de una contradicción no solamente ética sino también lógica. El funcionario público (interés general) ha de tener un expediente
intachable (en Colombia nos quedaríamos sin funcionarios). La suspensión del cargo por parte de la
Procuraduría es, a todas luces, justificada.
La presunción de
inocencia
Un individuo puede ser despreciable, como miles en
todo el globo terráqueo y, aun, el Estado debe garantizar sus derechos, en
especial los que una Constitución Política consagra. Se han dado muchos casos en
los que este tipo de personas (criminales) han sido condenadas por crímenes que
nunca cometieron. Fueron condenados, simplemente, porque su estilo de vida
resultaba congruente con la posibilidad de haber cometido el o los delitos de
los cuales se les acusaba. E, incluso, por pura conveniencia, es decir,
achacarle un delito a un reconocido criminal de la sociedad para garantizarle
al verdadero autor cierta tendencia o inclinación porcentual a gozar de una
libertad resuelta a base de prejuicios: discrimen.
Es en este sentido y en el derecho a gozar de la
presunción de inocencia como garantía constitucional que los abogados establecen
su ética. La presunción se ampara en un proceso deliberativo donde confluyen
pruebas periciales y testimoniales y especulaciones (sustentadas) que persiguen
la reconstrucción de motivos con relación a la escena del crimen y el acusado.
Es una especie de proceso dialéctico, sólo que las pruebas constituyen hechos y
la deliberación las exige. De otra manera, si sólo existen especulaciones, el
caso se resuelve a favor de la no culpabilidad (duda razonable).
Creo estar convencido, no obstante, de no permitir que
los tecnicismos rijan la ética ni el sentido del deber en el marco de la moral
y de la justicia (suele haber una confusión –grande y triste– entre la ley y el
espíritu de origen que la convierte en ley: un planteamiento o concepto moral).
Muchos descansan su justificación en los principios éticos de la profesión (garantizar
una defensa) y, otros, de lo que está por
encima de ello: el sentido moral. La justicia y el bien común podrían ser
presentados en el marco de la moral como valores incondicionales, es decir, sin
condición de ninguna clase. Estos valores, a su vez, contienen ingredientes. El
primero en actuar sobre la base de la verdad (haciendo valer lo justo) y el
segundo en procurar por el bienestar de los demás (dejando fuera intereses
egoístas).
Conozco de abogados que con arreglo a esto establecieron
como una de sus normas éticas no defender individuos que pertenezcan al mundo
criminal; no por saberlos o considerarlos culpables de lo que se les acusa sino
porque siguen perteneciendo al mundo criminal y en la investigación preliminar
(antes del abogado aceptar el caso) continúan delinquiendo. O bien podría el
abogado conocer de antemano no solo sus antecedentes penales o disciplinarios
(como en el caso de Otálora) sino también sus motivaciones o, por entrar en la
nomenclatura de la ley penal: su «ingrediente subjetivo» (provecho económico, fin
político, etc.).
Uno no patrocina males sociales
sacando absueltos criminales habituales; o infractores habituales, como el
Defensor del Pueblo, Jorge Armando Otálora, según las pruebas documentales y
testimoniales que –a la luz del público– él ha ratificado alegando una relación
sentimental que la víctima niega y de la cual nadie ha dado fe. Queda por preguntarse si también sostuvo una relación sentimental con otra subalterna que, según la investigación aducida por Daniel Coronell (véase su columna en Semana.com), también lo acusa de lo mismo. Hasta el
momento la relación sentimental solo existe en la psiquis del victimario, quien dice aducirá pruebas. Mientras tanto, una relación sentimental le ha parecido su única forma de pellizcar
una verosímil defensa; su renuncia, sin embargo, la convicción de que no funcionó.
En el ejercicio del litigio (y en el ejercicio del
periodismo) la moral a menudo se asoma preguntando ¿Qué tal si haces parte de una reconocida firma (o medio) con altos
honorarios y te asignan un caso (o publicación) que viola todos tus principios
éticos (defender un reconocido narcotraficante o escribir algo contrario a la
realidad o violatorio del derecho a la intimidad de una celebridad) y no lo
aceptas? Posiblemente quedes sin empleo y, a la postre, tachado de
prejuiciado o de incompetente, o señalado de no honrar los postulados del
Derecho (o del periodismo), entre otros calificativos que solo pretenden
esconder o disimular su afán o codicia por el dinero (los narcotraficantes son
los que mejor pagan y los chismes las noticias que más lectores atrae) bajo la cortina
o carátula de la mal comprendida ética de la profesión.
Vale la pena traer a colación un ejemplo real. En 2009
ocurrió una masacre en el municipio de Toa Baja de Puerto Rico (Estado Libre
Asociado de EE.UU.) en el que a plena luz del día se dispararon poco más de 500
tiros dejando un saldo de ocho (8) muertos y veinte (20) heridos. El acusado
resultó ser un individuo al que el entonces Secretario de Justicia de Puerto
Rico, Antonio Sagardía, había defendido por delitos de narcotráfico. El
Secretario optó públicamente por inhibirse del caso aduciendo que en el pasado
había sido abogado defensor del acusado. Según los críticos antes mencionados,
Sagardía (antes de ser Secretario de Justicia) como abogado cumplió u honró la
ética de la profesión. Luego, ¿por qué la mayor parte de la población
puertorriqueña (incluso una gran cantidad de abogados, algunos del mismo
partido político de Sagardía) se manifestó en su contra exigiendo su renuncia explicando
que sus acciones como abogado habían manchado su nombre y su profesión y
contaminado su credibilidad para establecer justicia por haber defendido elementos
activos del mundo criminal? Al Secretario de Justicia posteriormente le fueron
formulados siete (7) cargos por violar (mediante conflicto de intereses y
falsificación ideológica) la Ley de Ética
Gubernamental. (Las películas Jagged Edge y Just Cause son perfectos
ejemplos de los efectos de una pésima decisión en el ejercicio de una defensa.)
Los sistemas y las decisiones se analizan antes de
actuar. La ética de la profesión no puede fungir de ciega obediencia militar
según la cual eres competente si obedeces ciegamente e inútil o incompetente si
razonas o analizas lo que se te ordena hacer. Como profesional de la
información (y en el caso de haberme hecho también litigante) siempre vestiré
en la frente un letrero que reza: “Ni me vendo ni me arriendo”. De ahí el
decálogo de la profesión del abogado y político español Ángel Ossorio y Gallardo (1873-1946) cuyas más elevadas máximas son: “Nunca traiciones tu
conciencia”, “No cedas a la popularidad” y –amparado en el espíritu de las
leyes, es decir, en las expresiones de funcionalidad para el propósito al que
son expuestas– “Poned la moral por encima de la ley”.
________________________________________________________________________
Esta columna fue publicada en Semana.com:
bit.ly/1P1uYkv
bit.ly/1P1uYkv
Comments
Post a Comment