Los marchantes, o el oscurantismo
Dicen que la
educación sexual es una «ideología», pero la religión, «educación en valores».
Dicen que la cartilla convertirá a sus hijos en homosexuales, pero la Biblia no
ha sido capaz de convertirlos a ellos en cristianos.
No puede ser que el siglo XXI en Colombia se parezca tanto al siglo XVI en
España. «Amar al prójimo como a uno mismo» les quedó tan grande de metérselo en
la cabeza como la ignorancia que los gobierna y el pánico que los abruma. La
animación infantil mostrada por el noticiero y las redes sociales me hizo
consciente de una cosa: las últimas cuatro columnas son una muestra de ingenuidad. No sé de dónde saqué que la razón al
amparo de la ciencia, por un lado, y la explicación con plastilina, por el
otro, podría invitar a reflexionar sobre nuestros prejuicios a las personas que,
como una procesión hacia el calvario del oscurantismo, salieron a las calles a
protestar en defensa de lo que creen es una verdad que debe ser impuesta sobre
los demás como la religión a la que le juran su lealtad. Este país sigue siendo
confesional, no laico (como engañosamente establece la Constitución).
Ni en España con sus antecedentes ni en Brasil con su cruda homofobia y severa
prohibición del aborto hacen una cosa como esta. Háganse un bendito favor: lean
la cartilla Ambientes Escolares Libres de Discriminación y el artículo 20 de la Ley 1620 de 2013 con
responsabilidad en lugar de repetir, como siervos medievales tirados por los
hilos del rey, el discurso de la diputada de Santander, Ángela Hernández, de la
senadora del Partido Liberal, Viviane Morales, del Procurador General de la
Nación, Alejandro Ordóñez Maldonado y del líder del Centro Democrático, Álvaro
Uribe Vélez; y las reducciones simplistas y distorsionadas de quienes leen las cosas (a) por
encima, (b) de modo fragmentado o (c) con intereses políticos. Después de todo,
la cartilla no es del Ministerio de Educación sino de las Naciones Unidas y,
hasta el momento, constituye solamente un borrador del trabajo que el
Ministerio, junto con UNICEF y Colombia Diversa, quiere lograr.
¿Por qué no pueden hacer algo por su cuenta, a la luz de su criterio o de
su propia interpretación o investigación sin el deseo aparentemente
incontenible de ver o leer todo a través del lente bíblico? Si leyeran algo de
ciencia, de psiquiatría, de psicología, de historia, así sea un cómic, se echarían
al suelo del mal de risa que la irracionalidad de sus protestas y la
desvergüenza de sus reclamos les produciría. También entiendan de una buena vez
que ni la heterosexualidad ni la homosexualidad pueden transmitirse o
contagiarse y que tampoco son un mal sino una condición biológica como el color de piel (blancos, negros, morenos). ¡Ayúdense!
Una cosa sí está clara, sin embargo: mi ingenuidad se queda corta frente a
la ingenuidad de quienes creen proclamar el Nuevo Testamento o las parábolas
del Evangelio. ¿O no traicionan el postulado del cristianismo que clama amar al
prójimo como a uno mismo para poder ser el vivo ejemplo de una prédica que
respiró aires de igualdad entre quienes la esgrimieron como una realidad
encarnada en el registro moral e imborrable de Jesús y sus discípulos? ¿Por
dónde se cuela entonces el prejuicio que clasifica el homosexualismo como peste
de la hay que escapar de su alcance juntando poder (Centro Democrático) y
capricho (catolicismo) para, como termitas hambrientas, carcomer el respeto a
la diferencia ahogando lo justo en el abrevadero del discrimen?
¿No saben siquiera, que lo que separó a Jesús del resto de los mártires de
la historia fue el hecho de haber proclamado el amor incluso hacia quienes tenemos
toda la razón de odiar (los homosexuales no son, sin embargo, un ejemplo de
ello)? He ahí la dificultad de la práctica cristiana: amar a nuestro igual
siempre será tarea fácil, amar al diferente no y mucho menos si no lo
comprendemos. De aquí se desprende la necesidad de una educación (no ideología)
sobre la sexualidad y el género, la orientación sexual y el sexo (cuatro
conceptos distintos) y, tras las marchas de esta semana, crece cada vez más la
justificación. (Entre la rendición de un culto ciego al cielo donde solo hay
nubes y astros y un Universo por descubrir, y la renuencia a reconocer que
existe una realidad distinta a la que proclaman, no resultaría absurdo concluir
que precisan de una intervención psiquiátrica.)
Casi ningún cristiano o católico es capaz de honrar lo que saliva. No por
nada les aclaró el abogado y pacifista hindú Mahatma Gandhi (1869-1948): “No
encuentro nada malo en el cristianismo. El problema está en ustedes los
cristianos, pues no viven en conformidad con lo que predican”. A la postre
niegan que la religión –o la enseñanza de la Biblia– en los colegios sí
constituya una doctrina o ideología según la cual el hombre es superior a la
mujer y la esclavitud y el incesto condiciones normales, pero no salen a las
calles a protestar por eso ni en el nombre de los cientos de niños víctimas de
sacerdotes pedófilos. Eso, señores, sí es desvergüenza. El móvil de sus
protestas depende del «sine qua non» sustantivado como: conveniencia.
Colofón: Gina, haz caso
omiso de protestas carentes de fundamento y sigue haciendo tu labor que, por no
gozar de la “verdad” que establece la Biblia no deja de gozar de pedagogía,
ciencia, legalidad y, sobre todo, constitucionalidad. La diferencia entre
quienes protestan con el odio en la garganta y quienes la apoyan con el sentido
común en la cabeza habla por sí sola.
Cordial saludo, El Quijote.
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Esta columna fue publicada en Semana.com:
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